El arquitecto boxeador
JULI CAPELLA
El hecho de subir al cuadrilátero, es decir, conseguir un encargo, es ya casi un milagro. Si lo superas, pasas al segundo round: entenderte con el cliente, lo que no suele ser fácil. Tercer round: cumplir las endiabladas normativas técnicas, cada vez más farragosas y contradictorias. Hay que pasar raudos al cuarto round: pelearte con quien interpreta esas normas, el técnico de turno en la Administración. Otro asalto con el concejal de urbanismo, que tal vez las vea de otra forma. Sexto round, con la mujer del cliente y su sobrina, que está estudiando arquitectura y han tenido "unas ideas". Séptimo, con los bomberos a los que, con muy buen criterio, se la sopla el diseño. Octavo y noveno, con el constructor, bregado peso pesado. Décimo, con el project manager, especialista en empujarte sobre las cuerdas. Undécimo, con los técnicos de la inspección final, que te pillan ya molido. Y el duodécimo, si es que llegas al final, con la opinión pública que criticará la obra. A menudo, te quedas por el camino. Con mucha suerte, ganarás a los puntos, jamás por KO.
Hoy en día, el trabajo del arquitecto ha perdido su glamur creativo. Vemos cómo su función creadora primigenia se reduce hasta cotas ínfimas. La gestión, la burocracia y el papeleo se llevan el 90% de la energía. Apenas dedicas unos pocos minutos diarios a proyectar, a pensar y dibujar. El resto, a defenderte o atacar. Pero, aun así, ver finalmente una obra erigida compensa de tanta lucha. Luego, una ducha rápida y prestos al siguiente combate. Perdón, proyecto. Una reflexión a cuento de Arquiset, semana dedicada a la arquitectura, una profesión que, según Bohigas, está en vías de extinción.